Marello Maria – Hna. M. Antonietta
Estamos en Piamonte, en la provincia de Cuneo, y en Roero, parte del territorio situado al norte de Alba en la orilla izquierda del Tanaro, se encuentra la aldea S. Pietro di Govone donde, el 21 de enero de 1898, Andrea Marello y Servetti Margherita acogen el nacimiento de María.
A los veinte años, en 1918 María entra en S. Paolo, en Alba, pero, P. Alberione, después de un período en Susa, quizás por la fragilidad de su salud o quizás porque ya maduraba algún proyecto, le dice que vuelva a casa, a la espera de ser llamada por él. El 25 de agosto de 1921 hará su entrada definitiva y, por orden de entrada, será “la veterana” de nuestra Familia, aún no formada, pero que P. Alberione tenía ya en su pensamiento y en su corazón. Se une a Orsola y Metilde para formar el número de las primeras ocho que, el 10 de febrero de 1924, dan vida a la Congregación de las Pías Discípulas del Divino Maestro. El 25 de marzo siguiente, después de la toma de posesión, recibe el nombre de Hna. Antonieta del Divino Maestro, con Madre Escolástica será quien inicie los turnos de Adoración eucarística.
En 1925 la seguirá entre las Pías Discípulas su hermana, Emilia – luego Hna. M. Alfonsa. En la familia había también un hermano sacerdote diocesano: P. Giovanni.
Descubriendo a Madre Antonietta
En 1963, año que prepara el 40º aniversario de fundación, P. Alberione pide a las Pías Discípulas que propongan algún nombre para una causa de beatificación y del sondeo emerge Antonietta Marello.
Son muchos los testimonios sobre Madre Antonieta que, durante muchos años, con Madre Escolástica, fue la formadora de las primeras generaciones de Pías Discípulas, Maestra sabia y comprensiva, Madre buena y fuerte.
“Recuerdos hermosos y de mucha edificación – escribe el Hna. M. Gesualda Serra – Para mí, apenas entrada en la Congregación en Alba (1929), ver su serenidad y alegría en entregarse, admirar su bondad, notar en ella tanta benevolencia para todas, me hizo sentir querida y eso me ayudó mucho en los primeros tiempos… Luego su oración, el amor a la Eucaristía que transmitía a todas nosotras, el silencio…”
El testimonio del Padre Santiago Alberione
El perfil más impactante de Madre Antonieta, lo dibujó P. Giacomo Alberione que la conoció en un modo único, el día del funeral, el 3 de agosto de 1958, celebrado en Roma en la Cripta del Santuario Regina Apostolorum:
“El Señor se digna sembrar flores y hacerlas florecer en esta tierra tan llena de miserias y de pecados; flores, que derraman su perfume y recuerdan el fin por el cual el hombre fue creado. Madre M. Antonieta, por cuyo descanso eterno celebramos ahora el sagrado rito, es una flor de humildad, una violeta, y al mismo tiempo flor de sabiduría, de fortaleza. Flor de humildad porque siempre se ha considerado buena para nada, flor de fe en cuanto ha creído siempre, y en su fe, a pesar de la debilidad de su físico trabajó por Dios y por la Congregación de las Pías Discípulas con constancia, con gran fruto.
Dos pensamientos: su fe y su entrega al Señor.
Su fe: puesto que ella entró en la Familia Paulina cuando todavía ninguna de las cosas externas podía asegurar el desarrollo que habría de haber después, fe, pues aún sin poder comprender entonces el futuro apostolado al que luego habría dedicado sus fuerzas, También aceptó formar parte de la nueva institución. Creyó, y entró joven; y creyó sucesivamente cuando llegó el momento de apartar algunas jóvenes para constituir la Congregación de las Pías Discípulas de Jesús Maestro.
Los acontecimientos han sido muchos, pero ella nunca dudó; se adaptaba a cada invitación, a cada disposición, incluso cuando las cosas parecían contrarias, contrastantes. Así fue en toda su vida, así acabó con su vida.
¡Su anillo de bodas! Debemos recordar siempre “de mí nada puedo” y al mismo tiempo “con Dios puedo todo”, recordando que confiando en Dios desconfiamos de nosotros…
¡Fe! Y Dios premia siempre la fe; quien confía en Él no será confundido… La humildad y la confianza en Dios aseguran una vida santa, una vida llena de méritos, una muerte serena, una gloria imperecedera en el cielo.
La madre Antonieta no tuvo muchos dones de la naturaleza, pero tuvo muchos por el camino de la gracia, por el Espíritu Santo. Y ella respondió a todas las gracias recibidas, podemos decir por cuanto a nosotros pobres hombres se nos da conocer. Cumplió lo que se dice en la profesión: “todo me entrego, ofrezco y consagro a Dios”. ¡Toda la fuerza está en esa palabra “todo”, y se dio por entero!
La santidad está precisamente en darnos totalmente a Dios. ¿Qué significa esto? Significa que nosotros hemos recibido talentos y entonces habiendo recibido de Dios – “de tus dones” – ofrecemos lo que poseemos, cumpliendo con nuestro deber, Usando, según la voluntad de Dios, los talentos que Él ha querido darnos según la misión particular de cada uno y según las gracias particulares y especialísimas de cada uno. La santidad está aquí: en volver a Dios lo que se ha recibido de Dios, volverlo en diligencia y exactitud tanto por lo que se refiere a los dones naturales como sobrenaturales, de gracia. Su tiempo fue gastado continuamente por el Señor. ¡El gran don del tiempo! ¡El don de la vida! esta vida que puede ser para nosotros el mayor tesoro y puede convertirse para quien no comprende la razón de la existencia en una trampa que conduce después a la eterna perdición. La vida no es nada en sí misma, pero todo está en orden a la eternidad; ella consagró su vida al Señor, nunca tuvo un instante de duda, siempre supo recurrir a Dios para confirmarse; siempre supo recurrir a las personas que debían cumplir este ministerio para confirmarla; no vaciló.
Consagró a Dios todos los pensamientos, la mente; el corazón, sus afectos, sus fuerzas, su voluntad firme, su espíritu de laboriosidad, todo: en pobreza, en castidad, en obediencia.
Al entrar, aceptó ir al primer traslado de las Hijas de San Pablo a Susa, luego realizó en la Casa Madre varios oficios; fue elegida con otras siete Hermanas para iniciar la Familia de las Pías Discípulas. Sucesivamente entre ellas, tuvo el encargo de asistir y formar a las Aspirantes y las Novicias, y con qué dirección, ¡con qué exactitud! ¡Maternidad, unidad y firmeza! Fue destinada a Roma una primera y una segunda vez como superiora. Cuántos Discípulos y Sacerdotes le deben reconocimiento. En Catania, también cumplió fielmente lo que le había sido confiado, y en España dirigió la Casa por esa Nación, organizándola de modo adecuado para la vida religiosa.
Su salud luego se debilitó, requiriendo de atención, cuidados y una disminución del trabajo, después de Bordighera vino a Roma y luego aquí era consejera general, donde continuó mostrándose sencilla, humilde, generosa, franca, llena de fe. Todos los que han tenido contacto más directo con la Madre M. Antonietta, lo pueden testimoniar.
La enseñanza es ésta: la fuerza está en ese “todo”: amarás al Señor con toda la mente, con todo el corazón, con todas las fuerzas. La santidad está en esto: cuando, en lo posible, no se deja, a la fragilidad humana hacer humo, y la llama asciende límpida al cielo, es toda llama, no entran en ella amor propio, envidia, orgullo, sensibilidad, propio modo de ver, Apegos: entonces es una llama pura que sube.
¡No podemos decir que no tuviera defectos! ¡Tenía y muchos! Pero como la llama, se purificaba cada día, y el Señor quiso intervenir él mismo a purificarla en los últimos meses de su vida.
Toda la mente, todo el corazón, todas las fuerzas, religiosa plena, todo el ser dado a Dios… Todo el corazón, virginidad de corazón: no sentimientos santos de amor después de la Comunión, y luego en la práctica sentimientos de orgullo, de envidia y otros aún más bajos. ¡Todo el corazón! Todas las fuerzas, es decir, toda la voluntad; no propósitos en la mañana y después de una hora palabras bien distintas, acciones bien distintas de los propósitos hechos. ¡Virginidad de voluntad! Entonces: “Señor, me has dado cinco talentos, he aquí que he ganado otros cinco…”
Una pregunta que me hago y que cada uno debe plantearse: si hoy el Señor nos llamara a la rendición de cuentas, si mañana se celebraran para nosotros los funerales, podríamos decir con serenidad: “¿todos los dones que me has dado, Señor, yo los he gastado por ti?”. ¿Se podrían oír de las otras palabras de alabanza, se podrían hacer reconocimientos de las virtudes y obras realizadas como ahora hemos recordado de Madre M. Antonieta?
Detengámonos en el Oremus de hoy: “Deus, aquí omnipotentiam… Dios, que demuestre tu omnipotencia usando piedad y ahorrando los castigos que hemos merecido…” Recordando esto, Oremus rezamos por la buena Madre Antonieta, y al mismo tiempo pedimos al Señor
perdón por lo que aún ahora tenemos como deuda con la bondad de Dios. Pidamos perdón, y cada vez que recordemos a la madre Antonieta nos sirva siempre este pensamiento: toda no parte, toda ella a Dios. ¡Virginidad!».
El último día de su vida
En el recuerdo de quien estaba cerca de ella: «¡Cuánta oración cuando estaba enferma! Rezaba incesantemente a la Virgen, de modo particular: “Oh María, a ti te consagro la vida entera ruega por mí ahora y en la extrema lucha en el lecho de muerte, etc.…” El día de su muerte dijo varias veces: “¡Oh! ¡Qué feliz sería si muriera hoy! Hizo llamar al sacerdote y todavía después continuó: ¡Cómo estaría contenta si muriera hoy!”. Y el 1 de agosto de 1958 Madre M. Antonieta pasa a la eternidad, piadosa, serena, fuerte como siempre había vivido. Su deseo de ir con el Divino Maestro al Paraíso recibió su sello.