Madre M. Ancilla Belesso
Entré en la Congregación a una edad temprana sin ninguna experiencia social, a menudo me sentí herida por mis deficiencias y mi ingenuidad, mientras me formaban las hermanas, que tenían mucha experiencia de la vida cotidiana y del apostolado.
¡Hoy estoy agradecida por la fe y la espiritualidad que se han arraigado profundamente en mí y que trato de compartir con quien lo necesita!
Siempre he tratado de transmitir esperanza y humildad en cada situación, si mostraba decepción hacia mí misma o hacia el prójimo a causa de errores o negligencias, me comprometía a aceptar esa debilidad, para ser piedra angular y sentirme en continuo crecimiento.
“¡Ahora, el cielo!” Cuando mi familia se encontraba en dificultades antes de mis votos perpetuos, pensé en abandonar mi vocación, por compasión. Ese período fue para mí una frustración que, sin embargo, reforzó mi debilidad vocacional y al mismo tiempo fue una ocasión para reflexionar sobre el ser de Dios y vivir como su instrumento. Pedí poder renovar los votos un año más, antes de la profesión perpetua. Saqué la conclusión de que, reflexionada profundamente, de que mi vida estaba orientada al Cielo y no a este mundo, ¡convicción siempre viva en mi corazón, todavía hoy!
“Todo desde el pesebre”. Cuando fui misionera por primera vez en Corea, me encontré con una situación muy difícil, el dolor de la guerra aún no había pasado y todo estaba siendo restaurado debido al caos y las ruinas causadas por la guerra. Conocí una sociedad reducida a la supervivencia en la que no había ni casa, ni personas, ni apostolado… Sentí como si tuviera que partir del pobre establo de Nazaret, ¡era necesaria una fe fuerte, mucho sacrificio y mucho amor!
Cuando celebré el 25º Jubileo de consagración, puedo decir que he vivido el día más triste de mi vida, debido a las dificultades relacionadas con la construcción de la casa de Jesús Maestro; pero esto fue un estímulo para comprender cada vez más que, para vivir y predicar el Evangelio, eran necesarias: sencillez, confianza y amabilidad, y a medida que el número de miembros aumentaba, para desarrollar el apostolado, aprendíamos también a confiar mutuamente.
Muchas veces hemos necesitado la ayuda de Japón en el campo apostólico, ¡una ayuda recibida siempre con mucha generosidad! Recuerdo una vez, cuando teníamos que pagar el salario a los obreros y fui al banco a retirar todo dejando la cuenta completamente vacía, lo hice por obediencia, yo, personalmente, habría dejado un mínimo en vista de alguna emergencia, ¡Pero al obedecer experimenté y aprendí que el Señor solo llena allí donde es necesario!
¡Mi habitación estaba casi completamente vacía, como si fuera a partir, con la actitud de un siervo, dispuesto a recibir a Dios cada vez que quisiera visitarme!
Compartía la gran pobreza de los primeros tiempos, a veces era fuerte el deseo de querer poner flores en el altar el día antes de Navidad, pero, ¡ni siquiera teníamos un jarrón! Un día, encontré uno redondo, blanco, con flores pintadas, mi felicidad era tan grande que no se puede explicar, así que lo arreglé y lo puse en el altar… ¡hasta que me dijeron que en realidad no era más que un jarrón de porcelana que en la antigua cultura coreana servía como orinal!
“Lo siento tanto. Soy humana, soy tan débil…” Cuántas dificultades al principio, con las jóvenes en formación, con las que era difícil comunicarse debido al escaso conocimiento del idioma. Mi fuerte personalidad y mis problemas de salud relacionados con la diabetes, me causaron muchas dificultades, además estaba mi susceptibilidad frente a las acciones e incomprensiones con las jóvenes. Las hermanas involucradas en estas situaciones pasaban días fuertemente envueltas en profundas y dolorosas heridas.
Antes de irme a la cama, consciente del dolor causado, me acercaba a ellas para pedirles perdón y tocando sus manos decía: “¡Lo siento! No es porque no te quiera, pero mis reacciones son el resultado de mi carácter y mi falta de paciencia”. Dando una palmadita en la espalda añadía: “Soy humana, no soy lo suficientemente capaz”.
Así que pedí perdón y me reconcilié. Esta era mi actitud para pedir perdón a las hermanas especialmente a las más jóvenes, intentaba seguir el Evangelio, humildemente, con mis límites y tratando de dar siempre el buen ejemplo…
En 2003, Madre Ancilla, acompañada por Hna. M. Giliana Mason, regresó a Italia y, después de haber visitado a su familia, se estableció en Sanfré. Luego de hacer experiencia en el apostolado del sufrimiento, anciana y enferma, llegó al Paraíso el 1 de septiembre de 2004.