Giuseppina Cauli – Pinuccia
Giuseppina Cauli tenía ojos negros y profundos, 165 cm de estatura y un cuerpo imponente. Cuando pasabas el umbral de la Casa de las Pías Discípulas del Divino Maestro de la calle Portuense (Roma) y te encontrabas con ella, no se iba fácilmente de tu mente. Encontrarse con Pinuccia significaba recibir el don de la alegría. Aquella sonrisa que iluminaba su rostro y su mirada profunda se introducían en la mente y allí se quedaban. Venía de Cerdeña, donde nació el 22 de febrero de 1943. Sus padres eran Emilio Cauli e Ignacia Orrú, de Lunamatrona (Cagliari).
Pinuccia era la quinta de ocho hijos con vida. La mamá, a su muerte escribía: “Estoy segura de que Pinuccia está en elParaíso y de que se reúne con su otros tres hermanitos y dos hermanitas, en total, ya son seis ángeles en el Paraíso. Pienso que somos padres muy afortunados delante de Dios.” Fue bautizada en la parroquia de San Juan Bautista el 27 de febrero de 1943 y recibió el sacramento de la Confirmación el 13 de noviembre de 1949 por Mons. Antonio Tedde. Su bautismo de verdad floreció con el tiempo, ya que ella manifestaba una gran comprensión de la vocación y de la misión.
Lunamatrona es una pequeña ciudad que tiene unas construcciones antiguas llamadas nuraghi o nuraxi, que datan de dos mil años antes de Cristo. Estos grupos de piedra contribuyeron a formar el carácter, a determinar aspectos de fuerza y resistencia en las persona de ese lugar. Y cuánto se percibía en la joven Giuseppina, que se asomaba a la vida religiosa con apenas doce años o poco más, el 3 de diciembre de 1955, con una voluntad clara y firme. Iniciaba un camino con la mirada hacia adelante, como de quien sabe dónde está y lo que ha decidido, con una mirada que parecía querer ver las cosas más allá del tiempo. Acompañada por Hna M Gesualda Serra, fue acogida en Roma, por la Superiora General Madre M Lucía Ricci. Era común que las hermanas presentaran a las jóvenes para el onomástico de la Madre. Apenas pasó la fiesta de Santa Lucía, se unió al grupo de las aspirantes más jóvenes en Cinisello Bálsamo. En el grupo de las cantidatas, se convirtió pronto en una persona de referencia, poco mayor que las demás, pero con expresiones de madurez que la hacían un ejemplo para todas, una amiga en quien se podía confiar. Con ella se podía conversar, reir y hacer bromas, era una buena compañía.
Pinuccia, aunque era joven, tenía una amplia visión del mundo. Comprendía la llamada del Señor y quería corresponderla, abría su corazón a la misión específica de la Congregación. Repetía y escribía “como María”, como la Virgen: “¡Quiero seguir a Jesús Maestro!” Era una presencia luminosa, simpática. Todo esto surgía de su interioridad, de estar muy cerca de Jesús, con toda fuerza adolescente, de aspirante. Su vida interior se desarrolló muy pronto. Era bella, una belleza que nacía de su interioridad. Pinuccia tenía las cualidades de la Pía Discípula que quiere vivir su vocación y realizar su misión de amor a la oración. Vivía la silenciosidad, era una persona serena, siempre dispuesta a compartir y dialogar en la comunidad. Tenía una mirada atenta, dada por la caridad, para captar lo que se necesitaba en el momento adecuado. Este don cotidiano abría su comprensión del apostolado, de la misión, especialmente respecto del apostolado sacerdotal. Y, como un don del Espíritu, poseía además, la inocencia de los pequeños y de la fuerza de los adultos. Pinuccia respondió a la gracia de Dios, recorriendo, en poco tiempo, un largo camino.
Su itinerario formativo continuó regularmente: hizo, como era usual en aquel tiempo, la vestición religiosa en Alba, el 12 de septiembre de 1959, después de seis meses de postulantado. Inició el noviciado en Roma, el 24 de marzo de 1960.
Era aparentemente sana, tenía buena salud, pero algunos síntomas preocupantes requirieron atención por los cuales tuvo que pasar, como postulante, un mes en Sanfré, en la casa de cuidados de la Congregación. Sin embargo, las investigaciones realizadas no dieron resultados sospechosos.
Durante la enfermendad de Pinuccia, Hna. M. Panaghia Ghigi, la formadora del grupo, daba testimonio de que ella estaba dispuesta a ofrecer su vida por la conversión de su papá, que hace muchos años que no asistía a la iglesia.
En abril de 1960, otra enfermedad la tomó por sorpresa y muy gravemente: tuvo un colapso cardiovascular con neumonía bilateral.
Los pocos días que duró la enfermedad de la novicia Giuseppina Cauli estuvieron llenos de pena y de paz, de sombras vívidas como la luz, de ansiedad que mantiene despierta la confianza y aleja la excitación porque está iluminada por la fe. Ella fue la primera en anunciar que “se iba” porque “Jesús la llamaba”. Es una historia simple y maravillosa, que hace apreciar de modo sensible la presencia de Dios en medio de nosotros.
El sábado “in albis”, el 23 de abril de 1960, Pinuccia, junto con sus compañeras de noviciado esperaban el domingo en Albis, particularmente significativo para quienes anualmente, con sus voces “blancas”, cantanban el fascinante «Quasi modo geniti infantes». Ella también lo había aprendido y lo practicaba con su voz delicada y armoniosa.
Decía a la Maestra de Noviciado, Madre Tecla Molino (+7.7.2013):
– Madre, mañana es Domingo in Albis, y me voy, muero…
– ¿Por qué dices esto?
– Porque me lo ha dicho Jesús.
– ¿Cuándo?
– Hace ya un tiempo atrás. Moriré esta noche, ¡mañana es el Domingo in Albis! Voy con Jesús. Discúlpeme.
– ¿Estás contenta de que Jesús venga a buscarte? Mientras tanto, te daremos el óleo santo, y si esta es la Divina voluntad, sanarás pronto.
– Sí, estoy contenta… pero me voy con Jesús.
– Madre Maestra, la Superiora general, te concede también la posibilidad de hacer la Profesión y de recibir su nombre, Hermana María Lucía
-Deo Gratias!
Y sus ojos y su rostro brillaban en una explosión de alegría plena, como por un momento anhelado desde hacía mucho tiempo.
Sobrevino una recaída que, aún debilitando gravemente a la enferma, la dejó con una lucidez de mente y con una fuerza de voluntad que se explicaba solo buscando la razón «en lo Alto». Le fueron administrados los sacramentos (la unción de los enfermos, la Eucaristía) y emitió la Profesión “in articulo mortis”. Se le dio el nombre de “María Lucía” “Denme las intenciones para mi entrega…” pidió Pinuccia. Le confiaron las siguientes: “La Iglesia al Divino Maestro, la Reunión Paulina (en curso), la Aprobación definitiva de las Constituciones, las Vocaciones.”
Por su gravedad, fue llevada a la vecina clínica “Mater Gratiae” y fue una presencia edificante para cuantos la conocieron por su delicadeza, amabilidad, por la conciencia serena y generosa con la cual ofrecía su vida.
En las primera horas del lunes 25 de abril, a las 3, comenzó a cantar el Magníficat, repitiendo con mayor claridad y dulce insistencia “esurientes implevit bonis… et exaltavit humiles” , mientras empezaba a florecer en sus labios, como un anticipo del Cielo: alleluia, alleluia… A las 18:15 del martes 26 de abril, fiesta de la Virgen del Buen Consejo, inspiraba una serenidad luminosa y sobrenatural. Tenía 17 años y dos meses. Hna. Pinuccia unía la inocencia de una muchacha sin mancha, una fuerza virginal, a una madurez realmente superior. En el libro de las oraicones conservaba una estampa que escribió Madre M. Lucía Ricci en ocasión de la Inmaculada en 1958: “La Inmaculada te conceda el poder vivir ‘sin mancha’, para agradar a Jesús, para que tu vida sea como una ofrenda pura para el bien de muchas almas, especialmente por la santificación de los Sacerdotes”.
Alberto Barbieri, el sacerdote que la siguió en el breve y agudo transcurso de la enfermedad, estuvo presente en el momento de la muerte y durante la Misa del funeral, que celebró en la Capilla de la Casa Generalicia, dijo entre otras cosas: “Las Novicias tienen una hermosa alma que reza por ellos – mejor dicho, una jovencita que las invita a seguir la vocación que Jesús les ha dado en el triple apostolado, tan característico, tan completo: Eucarístico – Sacerdotal – Litúrgico, en un amor total y completo a esta vocación – al Instituto – a este apostolado específico, con sus propios y personales matices, hechos de generosidad, de serenidad, de alegría. No importa la edad, las grandes obras hechas, el ruido levantado alrededor de nuestra persona. Ante Dios es siempre la flor que da toda su fragancia, su perfume”.
En los funerales estaba también el padre de Pinuccia que, después de la muerte de su hija, se confesó e hizo la comunión.
Las compañeras de noviciado y otras hermanas testimonian su generosidad extraordinaria y su bondad. Se daba cuenta siempre si alguien tenía necesidad de alguna cosa y ayudaba.
Pinuccia: ¡Has pasado entre nosotros como un reflejo sereno de la bondad, de la belleza, de la sencillez de Dios! Tenerte entre nosotros ha sido una visión de paz y de luz que nos impulsa a ser más buenas, más que Dios.